dimecres, 20 de maig del 2009

CONCIERTO DE LA SOLA NOTA

Maurice Baquet – violonchelo - Chamonix 1957
Robert Doisneau - fotografía - (1912-1994)

Esto era un músico que sólo había aprendido a dar una sola nota con su instrumento. Cierto que la dominaba hasta el punto de aportarle una expresividad como nadie antes había conseguido, pero como era una nota solitaria la que conocía y ahí acababa el tema, los compositores tenían grandes dificultades para componerle obras. Sin embargo, a sus conciertos acudía tanta gente para escucharlo que solían venderse las localidades con trimestres de antelación y se formaban largas colas de entusiasmados admiradores a la puerta de su camerino. La cosa era que el escenario se iluminaba, se alzaba el telón, salía él, ocupaba su asiento con toda la ceremonia de estos eventos, tocaba impecablemente su única nota y se producía a continuación una ovación enfervorizada acorde con el cuadro. El inconveniente era que todo este ritual del concierto duraba tan poco, que en ocasiones aún no había entrado un retrasado de hora cuando ya el público asistente aplaudía o estaba saliendo. Visto el éxito sin precedentes del músico, se le ocurrió al dueño del Teatro pedirle por favor, sin que ello supusiera un esfuerzo que dañara la interpretación, que admitiera obras en su programa que contuvieran, al menos, dos notas en lugar de una, o tres, aunque fuera la misma repetida, para que los conciertos duraran el doble o el triple de tiempo y los oídos pudieran disfrutar del placer de sentir la belleza de la nota más veces. No le pareció mal al músico, que encargó a compositores de casta la creación de partituras con esa característica, labor que llevaron a cabo encantados por lo que suponía de honor crear algo para tamaño artista. Y así fue cómo los conciertos duraron más al establecer en la programación una primera parte en la que se ejecutaba una pieza con la nota citada, seguía un descanso para fumar o ir al ambigú y se cerraba con la audición de la misma nota en la segunda. Si en alguna festividad concedía un bis al respetable en el que volvía a interpretar el Concierto de la sola nota, su pieza favorita y exclusiva, los críticos más avezados enloquecían plasmando en la prensa especializada, con grandes caracteres en primera página, el privilegio del que habían sido testigos. Tan novedosa idea hizo que la gente viniera desde lejanos pagos para gozar de los conciertos; incluso familias enteras hacían noche en los bancos que había en la plaza contigua con tal de no perderse el milagro sonoro del día siguiente. Esto dio que pensar al dueño del Teatro si sería oportuno pedirle al músico que diera un concierto por la tarde y otro por la noche con tal de complacer a todos los melómanos que querían escucharlo. Él no se pronunció en principio. Prudentemente, sólo torció el gesto en una expresión intraducible y rogó que le dejaran meditar el proyecto hasta por la mañana con tal de dar una respuesta madurada. El dueño del Teatro aceptó la espera y al final del plazo volvió a preguntarle sobre su decisión. El músico dijo: «Un exceso de actuaciones sería un egoísmo por mi parte por cuanto hay cantidad de artistas en paro, infravalorados, y lo justo sería repartir conciertos. Pero, además, creo que el arte no puede enmarcarse en horarios y que el afán del artista ha de estar en perfeccionarse en vez de dar espectáculos. No acepto dar doble concierto cada día por sentirlo como un impedimento para mi evolución artística. Estaría más pendiente de acabar que de empezar. Prefiero actuar de tarde y emplear la noche para ensayar en mi estudio. Así, el matiz que pudiera imprimirle a mi única nota al día siguiente tendría acumulada toda la sensibilidad que fui capaz de descubrirle a solas».
Y así lo hizo.